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El
Señor: mediaciones sobre la persona y la vida de
Jesucristo (2 ed)
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Como
tantas otras veces contemplamos al Señor, en esta ocasión
guiados por san Lucas, adoctrinando a la gente. Les muestra Jesús
al mismo Dios: que te conozca y que me conozca,
le pedimos nosotros con san Agustín. Y nos ponemos en manos del
Espíritu Santo, abandonados confiadamente, como hijos pequeños
que somos de nuestra Madre del Cielo, mientras contemplamos en silencio
a Jesús que nos habla.
Cualquiera puede entender
que el Señor se dirigía a la gente aquel día como
Maestro. Sería una de esas ocasiones que dieron pie al asombro
de los judíos: nunca habló nadie
así... Como otras veces, utiliza Jesús en su enseñanza
una parábola, de modo que se grave más fácilmente
la doctrina en sus oyentes, acostumbrados a aprender por este sistema,
que era común en los maestros de la época.
Ese día quiso dejar claro, mediante un ejemplo sencillo, cómo
es el talante de Dios con los hombres, sus elegidos,
y qué equivocados discurrimos cuando no somos sencillos, cuando
no ponemos en Él toda la confianza, cuando en el fondo
lo equiparamos a nosotros, que somos tantas veces indiferentes, apáticos,
cómodos, egoístas, como ajenos a las inquietudes y dificultades
de los demás.
¿Qué
derecho tenemos a pensar que Dios no es lo bastante bueno, lo bastante
misericordioso, lo bastante Padre? Nos cuesta sentirnos en su presencia
amorosa y fuerte siempre a nuestro favor y nos quedamos,
en cambio, solos con nosotros mismos. Una fría y egoísta
soledad, cargada de temor por el fracaso y la falta de recursos, pretendemos
que sea en ocasiones el impulso de nuestros actos. Estimulados por el
miedo, se nos antoja que los proyectos que nos aguardan: profesionales,
familiares, sociales de muy diverso tipo... son, ante todo, problemas;
problemas nuestros que debemos sacar adelante solos, a pura fuerza.
Todos tenemos problemas y cada uno debe resolver los suyos, concluimos
tal vez no pocas veces. Es la soledad inevitable incluso rodeados
de una multitud de una vida sin un Padre Dios.
Una niña pequeñita
iba hace años con sus padres en tren, viajando de noche. Era
en uno de esos departamentos con varias literas. En el mismo departamento
había otras tres personas. Sus padres habían salido un
momento.
"Mamá,
¿estás ahí?", pregunta la pequeña ya
con la luz apagada: (silencio).
"Mamá,
¿estás ahí?..." insiste: (silencio)...
"Papá,
¿estás ahí?...": (silencio)...
"Papá,
(estremecida) ¿estás ahí?..."
"¡NO!,
(responde una voz ronca) ¡mamá no está aquí,
papá no está aquí, pero yo sí estoy aquí
tratando de dormirme!, ¡¡por lo tanto, cállate!!"
(silencio más prolongado).
"Oye, Mamá"
pregunta por fin la niña, "¿era Dios?"
No tenemos capacidad
para imaginarnos la maravilla de Dios, ni el amor que nos tiene. Debemos
decir de su amor por nosotros lo que san Pablo del Cielo, que ni
ojo vió, ni oído oyó, ni pasó a hombre por
el pensamiento... lo que Dios nos tiene reservado. ¡Auméntanos,
Señor, la esperanza! ¡Soñad
y os quedaréis cortos!, aconsejaba san Josemaría.
Y si se cumplen nuestros sueños respecto a la extensión
de la labor apostólica y al propio progreso espiritual, es ante
todo, porque es inmenso el cariño que Dios nos tiene; porque
no nos regatea la Gracia que esperamos de Él. En esa ayuda divina
se fundamenta nuestro sueño ilusionado.
¡Aparta, Señor,
de mí le suplicamos ese resto de visión estrecha
que todavía tengo al contemplarte! Quizá es que te contemplo
poco. Voy, Señor, tan a lo mío, incluso cuanso quiero
hacer las cosas por Ti, que no te doy tiempo a que me inundes con tu
Gracia. Termino por llevar a cabo asuntos técnicamente acabados,
pero tal vez sólo con la perfección propia de una cadena
de montaje, sin alma, sin tu Gracia, sin tu ayuda; y sin la alegría
y la paz del hijo pequeño que termina claro una pequeñez
casi siempre, pero para su padre. Por eso se hace grande cualquier cosa
del hijo.
¡Galopar,
galopar!... leemos en Camino
¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios
materiales...
Espiritualmente:
tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!,
¡hacer! Y mucha gente corriendo: ir y venir.
Es
que trabajan con vistas al momento de ahora: "están"
siempre "en presente". Tú... has de ver las cosas
con ojos de eternidad, "teniendo en presente" el final y el
pasado...
Quietud.
Paz. Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura
de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como
una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos
darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz.
Eso le pedimos al Paráclito:
Llena también de
amor los corazones, como dice el himno litúrgico, de cuantos
de un modo u otro dependen de mí. Es lo mejor que puedo desearles:
ese optimismo sobrenatural tan propio de los santos. Como san Pablo,
que habla de la libertad y la gloria de los hijos
de Dios..., de alegrarse siempre en el Señor... Y aconsejaba:
ora comáis, ora bebáis o hagáis cualquier otra
cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios.
María ¡cómo
no! es modelo perfecto de contemplación y optimismo, de
fe y esperanza. Se siente contemplada por su Creador, amada; es por
eso la bienaventurada entre todas las generaciones,
y no hay criatura feliz como Ella.
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